La vida es una fuerza latente que sólo necesita de unas condiciones óptimas para crear formas tan únicas, diferentes y variadas entre sí, como lo es el momento en el que aparecen. Resulta asombroso cuando observamos la aridez de una tierra seca que no manifiesta ninguna forma de vida, descubrir que después de una buena tromba de agua, comienzan a brotar flores que nos muestran la vida que se encerraba en su interior, que sólo esperaba paciente el momento de su florecimiento.
Un niño viene al mundo dotado de infinitas posibilidades de aprender. Sus talentos nunca serán mayores que en el momento del nacimiento. Su alma utilizará el más maravilloso instrumento de aprendizaje que se conoce en esta Tierra, que es el cerebro de un recién nacido, para realizar los aprendizajes que le serán útiles para la culminación de su tarea vital. Desde fuera, sus padres se convertirán en sus primeros y más significativos maestros y regarán con sus cuidados y estímulos, la tierra fértil donde brotarán los primeros aprendizajes.
Así lo hacen de manera espontánea y natural con el lenguaje. Los padres hablan al niño, sin planes, sin expectativas, ofreciéndole simplemente una comunicación viva que le posibilita asimilar por sí mismo, a su ritmo y manera, una herramienta que influirá drásticamente en su propia configuración cerebral y que le abrirá las puertas de formas más complejas de pensar y entender el mundo.
En un mundo ideal, lo mismo ocurriría con la música. La madre que sostiene por primera vez a su hijo entre sus brazos le recibiría con el aliento profundo del sonido que fluyese de su corazón, como prueba de su amor incondicional. Desde ese momento los padres llenarían de música los momentos más preciosos de la vida del niño, llenarían sus juegos, sus viajes, sus sueños, su vida familiar y social, y así el niño, de la misma forma que hace con el lenguaje, comenzaría él mismo a pensar música y a crear su mundo musical interno. Su musicalidad, como la más bella flor de su alma, expresaría su vitalidad, su creatividad, su originalidad, su genialidad.
Pero raramente ocurre esto. Nuestro entorno cultural se ha empobrecido musicalmente y ni los padres, ni los maestros, ni los círculos sociales o culturales son capaces ya de despertar la musicalidad de los niños, que puede permanecer así oculta e inexplorada, durante toda la vida. Esta falta de estímulo musical apropiado en los primeros años de vida, se trata de compensar después con una educación musical intelectualizada, basada en la explicación de los símbolos de la escritura musical, en lugar de permitir fluir la música, como fuerza creadora y lenguaje sonoro que es, desde el cuerpo hacia los reinos profundos de la imaginación musical. Necesitamos recuperar el movimiento y la improvisación como las dos herramientas más valiosas y esenciales del aprendizaje musical y dejar que los niños vivan la música desde el momento de su nacimiento, sino antes.
Se ha hablado mucho de los beneficios que la música supone en numerosas áreas del aprendizaje, entre ellas las matemáticas. Pero no es esto realmente lo que da valor a una educación musical viva. La música tiene un valor en sí misma, porque es capaz de llegar y movilizar lugares interiores del ser humano que sino quedarían intactos. Ese es el valor del arte sonoro, del gran arte por excelencia, el de ser capaz de hacernos más grandes por dentro, convirtiéndonos en resonadores de la belleza y el orden que rigen el Universo y ayudándonos así a descubrir y expresar nuestra esencia profunda. Por www.musicaconcorazon.com
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